Por Roberto Saba
Hace un año LA NACION publicó una excelente nota de mi colega
Silvio Waisbord, profesor de la
Universidad de George Washington, titulada "El error de
la prensa militante". Frente a la común distinción que parece haberse
instalado en el debate entre la prensa imposible (la que escribe desde un lugar
en el vacío, desconectada de los intereses y las ideas de este mundo) y la
prensa adicta (la que carece de pensamiento crítico y apoya al poder público o privado), Waisbord decía que la prensa
puede preservar su independencia de criterio sin necesariamente alinearse con
una causa política o económica.
Poco tiempo después, escuché a un periodista que
conduce un programa de opinión política expresamente alineado con el gobierno
referirse a su visión de la
Justicia. Se debatían por ese entonces los nombramientos de
jueces laborales. Algunos medios habían sostenido que muchos de ellos eran muy
cercanos a los intereses de la
CGT. Ese periodista sostenía que no entendía por qué algunos
se escandalizaban a raíz de ese dato, que no desmentía, pues él creía que era
positivo que por fin algunos jueces representaran los intereses de los
trabajadores.
Ambos debates, el primero sobre la posibilidad de
que exista un periodismo independiente, y el segundo sobre la independencia
deseable de los jueces, expresan un rasgo preocupante acerca de las premisas
que nutren nuestras visiones acerca de instituciones sobre las que, hasta no
hace mucho, existía algún consenso acerca de la necesidad de que no fueran
capturadas por intereses particulares.
El sistema democrático no se justifica en una
visión de la política que la entiende como una lucha a matar o morir. Todo lo
contrario, es un sistema en el cual todos participamos de una deliberación
permanente sobre lo que debe ser y sobre lo que debe hacerse. Como no podemos
tener esa discusión eternamente, pues hay que tomar decisiones a veces
urgentes, recurrimos a la regla de mayoría para dirimir provisoriamente las
diferencias. Digo "provisoriamente" porque ninguna decisión tomada
democráticamente es irrevisable. Esa es una de la razones por la que las
mayorías pueden legítimamente imponer su voluntad. De otro modo, ellas se
constituirían en el amo que somete a la minoría en forma permanente.
Las mayorías que toman decisiones en una democracia
no son eternas ni son idénticas en su composición, y ése es uno de los factores
que hacen que la democracia sea un mejor régimen político comparado con
cualquier otro conocido. Para llegar a esos acuerdos provisorios es necesario
fundar las decisiones en razones que llamamos públicas, es decir, que podemos
asociar a principios universales de Justicia y no a intereses personales o
sectoriales. No podemos defender nuestra posición pública con seudoargumentos
del tipo "tenemos razón porque somos más", "porque somos
mejores" o "porque tenemos más músculos o dinero o armas que el
resto". Las razones deben ser aceptables por sí mismas porque aluden a
principios que consideramos correctos o justos.
Muchos son escépticos respecto de que el Congreso
pueda (o deba) funcionar de este modo, pero muchos no podemos imaginar que la Justicia funcione de otro
modo. O el periodismo. La democracia necesita de esos espacios y foros en los
que las únicas armas que se esgriman sean las razones y en los que las decisiones
tengan una presunción de ser legítimas por ser mejores. Si renunciamos a ello,
sólo nos quedan campos de batalla, la primacía de los más fuertes o de los más,
y la democracia no es eso.
No podemos, como sociedad, renunciar a confiar en
las razones y asumir un escepticismo radical respecto de la posibilidad de
buscar la verdad, ya sea desde el periodismo o la Justicia. Como
sostenía Waisbord, "el periodismo siempre informa desde un lugar
determinado, no desde un utópico Olimpo alejado de la vida política y moral de
la ciudadanía. Reconocer esta situación no implica abandonar la idea de que el
periodismo debe procurar mantener distancia frente a los gobiernos y ser
crítico de los dogmas perpetuados por quienes recitan sus verdades".
Algo parecido pasa con los jueces. El mito de que
la ley se aplica automáticamente sin que los magistrados recurran a valores o
principios morales es eso, un mito. Pero ello no implica que los jueces deban
decidir de acuerdo con sus propios y personales principios morales o con los
intereses de sus amigos o aliados coyunturales.
Tomemos por caso nuestra Corte Suprema. A partir
de las nuevas designaciones y de los procedimientos que se siguieron para
llevarlas a cabo, los argentinos recuperamos nuestra confianza en esa institución.
Antes de esos cambios, la Corte
era vista como un órgano parcial, un instrumento de los que pasajeramente
ocupaban el poder. Los jueces, por su lado, hicieron su parte al tomar
decisiones que, lejos de ser percibidas como parciales, vemos como sabias o
presuntamente justas, aunque quizá no estemos de acuerdo con ellas. Eso no
quiere decir que la Corte
no haya decidido a partir de ideas y principios debatibles, pero creemos que
las razones que nos dieron para interpretar la Constitución en un
cierto sentido son aceptables, incluso si no las compartimos.
Los jueces declararon inconstitucional la
penalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal, ordenaron
combatir el hacinamiento carcelario en la provincia de Buenos Aires, respetar los
derechos ambientales de los vecinos que habitan en torno al Riachuelo,
actualizar las jubilaciones, evitar utilizar el reparto de publicidad oficial
como instrumento sancionador de la expresión crítica, entre otras decisiones.
Algunos podemos decir que es una Corte liberal -por opuesta a una
conservadora-, pero no se escuchan voces que la acusen de parcial por ese
motivo.
Publicado en LA NACIÓN