viernes, 3 de febrero de 2012

Dos santuarios de deliberación pública

Por Roberto Saba 

Hace un año LA NACION publicó una excelente nota de mi colega Silvio Waisbord, profesor de la Universidad de George Washington, titulada "El error de la prensa militante". Frente a la común distinción que parece haberse instalado en el debate entre la prensa imposible (la que escribe desde un lugar en el vacío, desconectada de los intereses y las ideas de este mundo) y la prensa adicta (la que carece de pensamiento crítico y apoya al poder público o privado), Waisbord decía que la prensa puede preservar su independencia de criterio sin necesariamente alinearse con una causa política o económica.


Poco tiempo después, escuché a un periodista que conduce un programa de opinión política expresamente alineado con el gobierno referirse a su visión de la Justicia. Se debatían por ese entonces los nombramientos de jueces laborales. Algunos medios habían sostenido que muchos de ellos eran muy cercanos a los intereses de la CGT. Ese periodista sostenía que no entendía por qué algunos se escandalizaban a raíz de ese dato, que no desmentía, pues él creía que era positivo que por fin algunos jueces representaran los intereses de los trabajadores.

Ambos debates, el primero sobre la posibilidad de que exista un periodismo independiente, y el segundo sobre la independencia deseable de los jueces, expresan un rasgo preocupante acerca de las premisas que nutren nuestras visiones acerca de instituciones sobre las que, hasta no hace mucho, existía algún consenso acerca de la necesidad de que no fueran capturadas por intereses particulares.

El sistema democrático no se justifica en una visión de la política que la entiende como una lucha a matar o morir. Todo lo contrario, es un sistema en el cual todos participamos de una deliberación permanente sobre lo que debe ser y sobre lo que debe hacerse. Como no podemos tener esa discusión eternamente, pues hay que tomar decisiones a veces urgentes, recurrimos a la regla de mayoría para dirimir provisoriamente las diferencias. Digo "provisoriamente" porque ninguna decisión tomada democráticamente es irrevisable. Esa es una de la razones por la que las mayorías pueden legítimamente imponer su voluntad. De otro modo, ellas se constituirían en el amo que somete a la minoría en forma permanente.

Las mayorías que toman decisiones en una democracia no son eternas ni son idénticas en su composición, y ése es uno de los factores que hacen que la democracia sea un mejor régimen político comparado con cualquier otro conocido. Para llegar a esos acuerdos provisorios es necesario fundar las decisiones en razones que llamamos públicas, es decir, que podemos asociar a principios universales de Justicia y no a intereses personales o sectoriales. No podemos defender nuestra posición pública con seudoargumentos del tipo "tenemos razón porque somos más", "porque somos mejores" o "porque tenemos más músculos o dinero o armas que el resto". Las razones deben ser aceptables por sí mismas porque aluden a principios que consideramos correctos o justos.

Muchos son escépticos respecto de que el Congreso pueda (o deba) funcionar de este modo, pero muchos no podemos imaginar que la Justicia funcione de otro modo. O el periodismo. La democracia necesita de esos espacios y foros en los que las únicas armas que se esgriman sean las razones y en los que las decisiones tengan una presunción de ser legítimas por ser mejores. Si renunciamos a ello, sólo nos quedan campos de batalla, la primacía de los más fuertes o de los más, y la democracia no es eso.

No podemos, como sociedad, renunciar a confiar en las razones y asumir un escepticismo radical respecto de la posibilidad de buscar la verdad, ya sea desde el periodismo o la Justicia. Como sostenía Waisbord, "el periodismo siempre informa desde un lugar determinado, no desde un utópico Olimpo alejado de la vida política y moral de la ciudadanía. Reconocer esta situación no implica abandonar la idea de que el periodismo debe procurar mantener distancia frente a los gobiernos y ser crítico de los dogmas perpetuados por quienes recitan sus verdades".

Algo parecido pasa con los jueces. El mito de que la ley se aplica automáticamente sin que los magistrados recurran a valores o principios morales es eso, un mito. Pero ello no implica que los jueces deban decidir de acuerdo con sus propios y personales principios morales o con los intereses de sus amigos o aliados coyunturales.

Tomemos por caso nuestra Corte Suprema. A partir de las nuevas designaciones y de los procedimientos que se siguieron para llevarlas a cabo, los argentinos recuperamos nuestra confianza en esa institución. Antes de esos cambios, la Corte era vista como un órgano parcial, un instrumento de los que pasajeramente ocupaban el poder. Los jueces, por su lado, hicieron su parte al tomar decisiones que, lejos de ser percibidas como parciales, vemos como sabias o presuntamente justas, aunque quizá no estemos de acuerdo con ellas. Eso no quiere decir que la Corte no haya decidido a partir de ideas y principios debatibles, pero creemos que las razones que nos dieron para interpretar la Constitución en un cierto sentido son aceptables, incluso si no las compartimos.

Los jueces declararon inconstitucional la penalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal, ordenaron combatir el hacinamiento carcelario en la provincia de Buenos Aires, respetar los derechos ambientales de los vecinos que habitan en torno al Riachuelo, actualizar las jubilaciones, evitar utilizar el reparto de publicidad oficial como instrumento sancionador de la expresión crítica, entre otras decisiones. Algunos podemos decir que es una Corte liberal -por opuesta a una conservadora-, pero no se escuchan voces que la acusen de parcial por ese motivo.

Es perfectamente posible y deseable sostener nuestras discrepancias ideológicas, pero debemos hacerlo al tiempo que aceptamos la necesidad de contar con espacios en los que confiamos no por ser imparciales, neutros u objetivos, sino porque no son parciales. El periodismo y la Justicia son dos de los más valiosos foros en ese sentido y su cuidado no es sólo responsabilidad de los líderes políticos, sino también de los periodistas, los medios y sus lectores, de los jueces y los académicos que opinamos sobre cuestiones de derecho. Todos juntos podemos construir o destruir esos foros, verdaderos santuarios de la deliberación pública. Lo dramático es que una vez que son destruidos, reconstruirlos se vuelve una empresa ciclópea.

Publicado en LA NACIÓN