Por Ezequiel Nino. Profesor de la carrera de Abogacía y co-Director de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia.
Los movimientos populares suscitados a partir de la
crisis de 2001 en nuestro país (las asambleas populares, el recordado
"que se vayan todos" y las movilizaciones frente a Tribunales en reclamo
de justicia independiente, como algunos símbolos de aquella época) se
apagaron una vez que la economía comenzó a recuperarse.
El aumento de las dietas para diputados y senadores,
conocido recientemente, hizo que muchas personas recordaran aquellos
sucesos y se preguntaran los motivos por los cuales la ciudadanía había
abandonado esa iniciativa que había logrado motorizar en aquel entonces.
Lo cierto es que más allá de la razonabilidad o no del
aumento de los sueldos de los legisladores, el control de la sociedad
civil a los poderes públicos es fundamental para el buen funcionamiento
de la democracia.
En las sociedades modernas, aparece cada vez más evidente
que el voto solo no alcanza para garantizar que las instituciones
actúen adecuadamente, que las políticas que se adopten sean las más
justas y que se utilicen correctamente los fondos públicos. Sin una
ciudadanía activa, corremos muchos riesgos de que se avasallen nuestros
derechos y que la corrupción genere perjuicios irreparables para
nuestros intereses.
Detrás de la reacción popular evidente contra la
duplicación de los salarios de los legisladores se halla una
disconformidad con la tarea que realizan. Si, en los últimos años, los
diputados y senadores tuvieran antecedentes de una labor responsable y
dedicada y hubieran sancionado una importante cantidad de leyes
relevantes para el mejoramiento de las condiciones de vida de los
habitantes del país, la reacción hubiera sido, sin duda, diferente.
Algunos elementos concretos permiten fundamentar esta posición, que la ciudadanía intuye más allá de conocerlos o no en detalle.
En relación con la dedicación a las tareas que deben
desempeñar los parlamentarios, cualquiera que haya transitado
últimamente por el Congreso -que anteayer comenzó su período de sesiones
ordinarias- habrá comprobado que la actividad de enero y febrero es muy
baja. Incluso hay despachos que se encuentran completamente cerrados
durante esos meses y también en julio. Muchas comisiones en el Senado
incumplen con la obligación de reunirse cada quince días prevista en su
reglamento.
Por su parte, cada vez hay menos sesiones de cada una de
las Cámaras. En 2011, la cantidad de reuniones del Senado y Diputados
fue la más baja desde la recuperación de la democracia. Mientras que en
2002 el promedio de reuniones de ambas Cámaras fue de 68 y en 2003, de
76, el año pasado fue de 12,5 y en 2010 de 20. Suele ocurrir, además,
que en los años eleccionarios sea menor el número de encuentros, y que
no los haya durante los tres o cuatro meses previos al acto eleccionario
(adviértase que la responsabilidad legislativa debería considerarse
autónoma de la campaña electoral, y la mejor publicidad de los
legisladores que buscan la reelección debería ser la de mostrar
directamente su trabajo).
También debe decirse que la gran mayoría realiza tareas
partidarias como parte de su dedicación al Congreso, cuando deberían
estar adecuadamente separadas. Además, muchos de los congresistas
abogados, contadores o que provienen de otras profesiones siguen
manteniendo actividades privadas.
En materia de cantidad de leyes sancionadas, el número va
en franco descenso. En 2011 se aprobaron solamente 65 leyes, lo cual
representó 68 menos que el promedio de los últimos 21 años. En 2002
-momento de auge de la participación cívica- se habían sancionado 168.
Los propios legisladores reconocen que ha disminuido notoriamente la
actividad.
Pese a la obligación constitucional de que el jefe de
Gabinete concurra alternadamente, una vez por mes, a cada una de las
Cámaras, en los últimos años el promedio de visita al Congreso del
funcionario ha sido de una o dos veces por año. Los legisladores tienen
la obligación impuesta por la Carta Magna de hacer que eso se cumpla, y
no lo hacen.
A su vez, la transparencia legislativa es menor que la de
los otros poderes y ha sido reiteradamente criticada desde las
organizaciones de la sociedad civil e incluso por algunos de los propios
diputados y senadores. Entre otros ejemplos, no es posible acceder a
muchas declaraciones juradas, conocer los subsidios y donaciones que
otorgan, saber sobre los viajes que realizan o el criterio que tienen
para hacerlo, y no hay un mecanismo formal para solicitar información
pública. Quien busque conocer detalles de este tipo deberá recurrir, en
muchas ocasiones, a la Justicia.
Por suerte, ya no hay ninguna duda de que la democracia
es el mejor sistema de gobierno, que nos ha costado recuperarla,
mantenerla y ejercerla. En este esquema, el trabajo del Congreso es
fundamental pues debe representar directamente los intereses de todos
los habitantes. Pero los ciudadanos de a pie tenemos nuestro rol y no
podemos quedarnos quietos cuando advertimos que ese poder del Estado no
está funcionando correctamente y está dando un mensaje inadecuado. En
este contexto, es nocivo que los legisladores decidan un aumento radical
de remuneraciones cuando no están cumpliendo con sus obligaciones; el
rol que tienen es muy sensible, pues los mensajes que transmiten a sus
representados resultan vitales para el desarrollo del país.
Articulo publicado en La Nación. Disponible aquí.