Por Ezequiel Nino. Profesor de la carrera de Abogacía de la Universidad de Palermo.
Durante estos días visita Buenos Aires una comisión de
la Organización de Estados Americanos (OEA) para evaluar a la Argentina
en la eficacia de su lucha contra la corrupción. Se trata de la primera
vez, en el marco del mecanismo de seguimiento del tratado hemisférico
contra este flagelo, que se realiza una inspección de terreno por parte
de los examinadores. Es una buena oportunidad, por lo tanto, para que,
desde la sociedad civil, se les haga saber claramente cuáles son las
impresiones que se tienen en esta materia y promover que las tengan en
consideración en el informe que deben emitir en marzo del año próximo.
Se impone, en consecuencia, realizar un balance de los últimos años
sobre las políticas anticorrupción de nuestro país.
Con relación al acceso a la información pública, uno de
los ejes de la transparencia, la situación viene empeorando desde hace
aproximadamente tres años. No sólo no se ha sancionado la tan demorada
ley de acceso a la información (como existe ya en la mayoría de los
países de la región), sino que el Poder Ejecutivo incumple
crecientemente con el decreto que regula el acceso dentro de su órbita.
Los organismos públicos recurren, cada vez con más frecuencia, a la
opinión de la Dirección Nacional de Datos Personales, que responde casi
permanentemente que los pedidos en cuestión afectan datos sensibles y no
deberían develarse. Así, se ha negado, por ejemplo, información sobre
la publicidad oficial que reciben los medios de comunicación privados.
Las últimas normas en materia de transparencia y
prevención de la corrupción datan de 2003. Allí se establecieron, además
del procedimiento mencionado en el párrafo anterior, formas de
participación de la ciudadanía en asuntos públicos, tales como la
elaboración participada de normas y las audiencias públicas. Estas
herramientas prácticamente no se utilizan y la oficina dedicada a esa
materia -en la que revestía funciones y desde donde fue removida
hostilmente la promotora de esas medidas, Marta Oyanarte- está abocada a
otros asuntos. En esa oficina reposa la postulación de la Argentina a
la Alianza de Gobiernos Abiertos, una iniciativa internacional de la que
participan cincuenta países que se someten voluntariamente a efectuar
planes de acción anuales, junto con la sociedad civil, y a someterlos a
evaluaciones externas. La Argentina prometió públicamente, hace tiempo,
que se iba a adherir, pero no lo hizo.
La Convención de la OEA expresa que los Estados deben
contar con órganos de control superior eficientes. Sin embargo, aquí la
mayoría de los entes de este tipo están conformados de manera irregular.
Varios están intervenidos (por ejemplo, la CNRT o la CNC), otros nunca
fueron conformados (la Comisión de Ética Pública o la Comisión de
Defensa de la Competencia) y otros están acéfalos desde hace varios años
(la Defensoría del Pueblo o la Fiscalía Nacional de Investigaciones
Administrativas). Además, se incumple el artículo sexto de la Convención
de las Naciones Unidas contra la Corrupción, que establece que los
Estados deben contar con órganos independientes especializados en la
lucha contra la corrupción. La Oficina Anticorrupción no reviste esa
condición, pues sus funcionarios pueden ser designados y escogidos por
el Poder Ejecutivo de manera discrecional y no tienen mandatos fijos. La
Argentina, como miembro del G-20, se comprometió a cumplir con este
tratado internacional.
En cuanto a la independencia de la Justicia, la
Asociación por los Derechos Civiles realizó recientemente un estudio en
el cual se resaltó que casi un quinto de todos los jueces federales y
nacionales son subrogantes. Esto es, no son efectivos y,
consecuentemente, no tienen la imparcialidad necesaria para decidir
libremente, pues dependen, para su nombramiento efectivo, de decisiones
de los poderes políticos. En esa línea, el Consejo de la Magistratura
fue reformado hace algunos años con el resultado de que los poderes
políticos ahora tienen predominancia sobre los abogados, jueces y
académicos. Como consecuencia, los magistrados han perdido otra tajada
de su autonomía.
A su vez, pese a que también los pactos internacionales
disponen la necesidad de que el país tenga una ley de protección de
denunciantes y testigos, hace años que vienen perdiendo estado
parlamentario, una y otra vez, las iniciativas que apuntan a cumplir
esta obligación y fomentar las denuncias de quien haya tomado
conocimiento de este tipo de hechos.
En definitiva, éstos son algunos ejemplos de la grave
situación que atravesamos en temas de lucha contra la corrupción. La
consecuencia de esto es que nos vamos alejando cada vez más de los
países de la región que se toman este flagelo en serio. La OEA ha
intervenido en distintas situaciones a lo largo de su historia y su voz
ha tenido un fuerte impacto. Ésta es otra oportunidad que tiene ese
organismo para hacer una diferencia en un contexto en el que se requiere
su intervención.
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