Roberto Saba
En 2003 el Poder Ejecutivo y el Senado de la Nación tomaron decisiones tendientes a hacer más transparente y participativo el procedimiento de designación de jueces de la Corte Suprema. A través del decreto 222, el presidente Kirchner se “autolimitó” comprometiéndose a hacer públicos los nombres de los candidatos por él propuestos para cubrir las vacantes que surgieran en ese Tribunal. El objeto de esta decisión fue someter a las personas nominadas al escrutinio público y a la crítica de la ciudadanía, antes de decidir si se enviarían o no sus pliegos al Senado para su aprobación.
Esa Cámara, por otra parte, modificó su reglamento y abrió una etapa en la que los miembros de la Comisión de Acuerdos, en audiencia pública, interrogarían a los candidatos sobre sus ideas acerca de cómo interpretarían y aplicarían la Constitución.
Este procedimiento se aplicó por primera vez a las nominaciones de los últimos cuatro Jueces designados en la Corte, reestableciendo la legitimidad y credibilidad perdidas por el Alto Tribunal durante la década del 90.
Estas medidas, si bien fundamentales, no hacían más que tratar de forzar la puesta en práctica de un procedimiento que ya establecía la Constitución Nacional de 1853 y que ésta tomó de la Constitución de los Estados Unidos de 1787, país en el que, a diferencia del nuestro, el proceso se aplicó y perfeccionó con la práctica. En los días que corren tenemos la inusual oportunidad de poder comparar procesos y extraer conclusiones gracias al hecho de que la Comisión de Justicia del Senado de los Estados Unidos acaba de terminar con las audiencias públicas en las que interpelaron a Sonia Sotomayor, la candidata propuesta por el presidente Obama para cubrir la vacante producida en la Corte Suprema por la renuncia del juez David Souter.
Sotomayor enfrentó durante casi una semana a la Comisión que debía aceptar su nominación, obteniendo finalmente los votos favorables de los 12 integrantes Demócratas y uno de los 7 Republicanos.
Dos lecciones pueden extraerse de este suceso que podrían sernos de utilidad al momento de debatir en nuestro país sobre el proceso de designación de jueces, no sólo de la Corte Suprema.
En primer lugar, fue realmente impresionante la cobertura de los medios. El New York Times y el Washington Post, por citar sólo dos ejemplos, informaron exhaustivamente sobre los debates que tuvieron lugar durante los cuatro días de audiencias. Un periodista y abogado del segundo de estos diarios reportaba en un blog en tiempo real lo que iba sucediendo.
El canal de televisión C-SPAN transmitió en directo las audiencias y las subió también a su página de Internet, algo que aún hoy puede verse.
En segundo lugar, llamaba la atención la robustez y calidad del debate, aunque los expertos dicen que hubo mejores. Fue profundamente educativo ver por Internet a los senadores y a la candidata sumergirse en discusiones sofisticadas sobre lo que se espera de un juez de la Corte: ¿debería ser un árbitro “neutral” o un activista de derechos?; ¿en qué debería consistir su teoría sobre la interpretación de la Constitución?; ¿qué valor debería darle a los precedentes o a sus propias convicciones? La evidencia de este debate fueron las sentencias, los dichos y los escritos pasados de la candidata. Participaron de la audiencia, además de los senadores, 31 “testigos” que dieron su opinión sobre la nominada, entre ellos, juristas con opiniones favorables, ONGs críticas y partes involucradas en casos que ella había decidido durante los 17 años durante los que ejerció la judicatura. A su tiempo, el Senado confirmó la designación que convirtió a Sotomayor en la tercera mujer en integrar la Corte Suprema de los Estados Unidos y la primera de ascendencia hispana en la historia del Tribunal.
Es claro que este procedimiento es mejor que el oscuro método que usamos en nuestro país para designar jueces de la Corte hasta muy recientemente. Nos dio resultado para elevar la calidad y la credibilidad de nuestra Corte Suprema y podría usarse también para elegir al resto de los jueces, tal como lo requiere nuestra Constitución.
Es más, podría extenderse su utilización para designar al Defensor del Pueblo, al Procurador General, al Jefe de la Oficina Anticorrupción o a la cabeza de una futura agencia electoral o de acceso a la información pública, todos estos casos equivalentes de organismos que requieren de un elevado grado de imparcialidad.
Quizá sean estos los componentes posibles de la tan requerida reforma política.
Publicado en el diario Clarín, el 12 de agosto de 2009.
Es frustrante como la mayoría de los organismos de control dependen, de una u otra manera, de aquellos a los que tienen que controlar. Ya sea en la designación de sus funcionarios, así como a la hora de realizar las denuncias pertinentes; la política interfiere en estos procesos, privándolos de transparencia y legitimidad.
ResponderEliminarAgregaría a la lista del final, por ejemplo, al tribunal de disciplina del colegio de abogados.
Saludos