Maximiliano Rusconi
Caben pocas dudas a la hora de definir como uno de los ejes centrales del modelo republicano la vitalidad de los mecanismos de control sobre el ejercicio del poder. En particular, aquellos que se dirigen a evitar los excesos que forman parte esencial del Poder Ejecutivo, sobre todo cuando éste descansa en sistemas fuertemente presidencialistas como el que nos aqueja.
Hace más de ocho décadas que hemos adquirido la capacidad ciudadana de darnos cuenta de que la vida en comunidad requiere tanto de la satisfacción de las necesidades económicas vitales, como de las libertades que genera la limitación constitucional del poder. Estos últimos años, realmente, han reflejado muy malos tiempos para tener mínimas esperanzas en los mecanismos de control propios de un sistema republicano que se precie de sí mismo. Ello a pesar de que el actual gobierno nació en el marco de promesas de poner el ojo en la "calidad institucional".
El relevamiento debería comenzar por la sistemática y permanente destrucción de toda credibilidad en el Poder Judicial. En primer lugar, debemos subrayar una buena cantidad de procesos penales contra funcionarios actuales que destilan completos catálogos de torpezas y demoras que conviven con enérgicas e ilimitadas actitudes a la hora de juzgar épocas políticas pasadas, o continuar -contra viento y marea y, a veces, relativizando garantías constitucionales básicas- con el juzgamiento de nuestra máxima tragedia institucional, en el marco de la cual la ruptura constitucional sólo fue el escenario para atrocidades que, justamente ellas, merecerían el máximo respeto a esas garantías.
En segundo lugar, asistimos a tiempos en los cuales el poder que detenta el oficialismo se ha dejado seducir por la lamentable posibilidad de dominar al propio órgano que debiera asegurar la máxima transparencia a la hora de designar nuevos jueces o remover los actuales. Un paneo del funcionamiento de este organismo debiera entristecer a quienes fueron los más pesimistas a la hora de programar el futuro institucional del Consejo de la Magistratura.Por otro lado, se observan manipuleos injustificables de los órdenes de mérito de los concursantes; candidatos a quienes se les "facilita" previamente el contenido de los exámenes; candidatos que detentan cargos de alta jerarquía en el Poder Ejecutivo y que, al participar en concursos de la máxima trascendencia, reciben "buenas noticias" de un organismo dominado por su propio partido, por el propio poder al que pertenece; jueces que hoy ocupan interinamente cargos esenciales en el control del Poder Ejecutivo, y que a la hora de examinarse han obtenido notas, en dignos concursos, descalificadoras, vergonzosas, pero que se han beneficiado de las ventajas que ha descubierto el organismo "de control" a la hora de mantener jueces "deudores"; jurados que no dudan en callar buenas razones para excusarse de evaluar a candidatos con los cuales mantienen relaciones en otros ámbitos (por ejemplo académicos), pero siempre absolutamente estrechas; candidatos que han ganado, por méritos propios, en enorme cantidad de concursos, el primer lugar en el orden de mérito, pero que no tienen la suerte de ser designados por razones que sólo se vinculan a los discursos políticos de coyuntura.
Todo ello convive con jueces honestos agraviados por miembros de ese Consejo de la Magistratura, sólo porque sus decisiones no permiten que las garantías constitucionales queden a la deriva de las políticas sobornablemente vengativas y jueces que, de modo desembozado, reciben la esperable noticia del cierre de sus legajos por irregularidades manifiestas, en pago oportuno de sus decisiones, también, oportunamente electoralistas.
En este sentido, las últimas integraciones de ese organismo pasarán a la historia por haber protagonizado la más espeluznante pérdida de esperanzas en la independencia judicial. Un "logro" no menor.
En tercer lugar, se nota una tendencia obsesiva a otorgarles a otros organismos esenciales en el modelo de limitación del poder un papel secundario, de bajo perfil, de acompañamiento sistémico de las grandes líneas de política gubernamental. Ello ha pasado, más allá de sus diferencias, con la Auditoria General de la Nación y la Oficina Anticorrupción, por ejemplo.
Si a este cuadro le sumamos la lamentable consecuencia, mediante la sanción de la reciente ley de medios, de un visible debilitamiento (oculto tras la mención políticamente correcta de la lucha contra los monopolios) de la capacidad de control de los medios de comunicación y la prensa sobre las acciones del gobierno de turno, tenemos un completo menú de razones para estar seguros de que hemos dejado a nuestros hijos un mundo un poco peor que el lamentable escenario que ya nos habían dejado nuestros antepasados. Un mundo del cual son responsables quienes ejercen el poder y, también, quienes debieran controlarlo y no acompañar cálidamente la destrucción institucional.
Publicado en el diario Clarín, el 28 de octubre de 2009.
Publicado en el diario Clarín, el 28 de octubre de 2009.
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