lunes, 24 de mayo de 2010

Vértigo

Gustavo Caramelo

En la mañana del 20 de mayo de 2010, los diarios titulaban: “Científicos de EE.UU. crearon la primera célula artificial”. La noticia era anunciada como una más, entre tantas otras, sin advertir que se daba cuenta del inicio de una Revolución. En efecto, hasta ahora, la actividad científica se limitaba a producir mutaciones y aún a clonar células, pero sobre la base de material biológico preexistente, cuya creación estaba en manos de Dios o de la Naturaleza, según las creencias de cada uno; pero la posibilidad de crear células sintéticas estaba reservada al campo de la ciencia ficción.

La profundidad del cambio de paradigmas que este desarrollo entraña, determina que estemos ante una Revolución que no va a ser sólo científica, sino que proyectará sus afectos sobre los más diversos aspectos de la vida humana, incluyendo la Filosofía, la Bioética y el Derecho.

No sólo se pondrán en crisis nuestras ideas sobre lo que es vida y sobre su creación, sino que los avances científicos y tecnológicos que seguirán variarán profundamente las terapias con las que se enfrentarán las más diversas enfermedades y lesiones, conducirán al desarrollo exponencial de las bioindustrias y, con ello, a la conformación de nuevos poderes económicos ¿Hasta dónde avanzarán esos desarrollos?, ¿cuáles serán sus límites éticos y jurídicos?, ¿cuáles los mecanismos de protección de los usuarios y consumidores?, ¿cuáles las grandes políticas de Estado?

El 14 de marzo de 2000, Bill Clinton y Tony Blair se reunieron para anunciar que el Genoma Humano, incluida la secuencia del ADN y sus variaciones, sería de libre disposición. Es claro que una reunión de ese nivel no se produce para tratar cuestiones menores; el objetivo era poner coto a la encarnizada carrera que se había desatado en el mundo por la conclusión del Mapa Genético de la Humanidad y el patentamiento de las secuencias genéticas. Las principales potencias económicas del mundo, embarcadas en el Proyecto Genoma Humano del que participaban Estados Unidos y Gran Bretaña, veían un futuro de alto riesgo para la autonomía de los estados nacionales frente a las megacorporaciones y salieron tempranamente al cruce de la cuestión; porque, de haberse seguido adelante con el patentamiento de secuencias genéticas que habían iniciado muchas empresas privadas, desarrollos futuros que las involucraran -como las terapias genéticas para el tratamiento de enfermedades, algo que se ve como el futuro de la Medicina- deberían incluir en sus costos finales las regalías debidas a los titulares de esas patentes, cuando su labor había identificado y descripto las funciones de genes preexistentes.

Un personaje lideraba uno de los andariveles de aquella disputa, Craig Venter, CEO de la empresa Celera Genomics; quien vuelve a aparecer detrás de la noticia de la creación de la primera célula artificial, pero esta vez como fundador de Synthetic Genomics, compañía que ya cuenta con un contrato por valor de 600 millones de dólares con Exxon, para producir algas que atrapen el dioxido de carbono y generen biocombustibles.

A diferencia de lo que ocurrió con Genoma Humano, es posible pensar hoy en una evolución que conduzca en el futuro a la invención de genes no presentes hoy en el planeta. Estos desarrollos pueden traer enormes beneficios para la vida y es probable que constituyan el principio de solución para los más graves problemas ambientales, de alimentación o de salud, pero también -como suele ocurrir- pueden ser la ventana a un abismo de degradación, de delirios de poder, de creación de especies supuestamente superiores, etc. Que caminemos en uno u otro sentido dependerá en gran medida de las pautas éticas y jurídicas que establezcamos en etapa temprana, algo de lo que debemos encargarnos en los países de la región, para enunciar posiciones propias y no adoptar sin más -como no pocas veces ocurrió- los criterios delineados en centros de pensamiento vinculados con intereses ajenos a los de nuestras comunidades.

Por ello es importante abrir el debate en nuestras universidades; pues es claro que este no es, ni será en lo inmediato, un problema popular en una sociedad razonablemente orientada a la consideración de cuestiones más urgentes. Tenemos, pues, la responsabilidad de anticiparnos, de producir nuestro propio desarrollo conceptual en la materia, teniendo en cuenta lo que se discuta en otros países, pero adoptándolo tras pasar los argumentos por nuestro filtro, para que el crecimiento de los poderes de mercado no vaya a condicionar en el futuro cualquier posibilidad de defensa de nuestros intereses sociales frente a los corporativos, que podrán trabajar y obtener sus merecidas ganancias, dentro de los límites que será necesario establecer.

Nuestra comunidad se debe aún debates previos sobre cuestiones de lo que parte de la doctrina llama ya Bioderecho; pero si seguimos acumulando retardos, seremos una sociedad estúpida, librada a los intereses de los más vivos.

Sea éste, entonces, un buen tema para sacudir nuestras conciencias y molleras y comenzar a prepararnos para las discusiones que exigirá nuestra comunidad, frente a la que tenemos una responsabilidad, la de elaborar las mejores respuestas posibles, aún en medio del vértigo.

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