Leonardo Filippini
El secuestro de las prendas íntimas de los jóvenes Noble Herrera es parte de un largo proceso donde el derecho a la verdad se enfrenta con la decisión de dos adultos que deciden preservar su autonomía y no cooperar con el avance de un proceso por crímenes contra la humanidad. Se trata de un dilema trágico, que padecen quienes ya han sufrido mucho por un pasado doloroso cuyas consecuencias todavía persisten.
La recolección y utilización de muestras de ADN para la averiguación de la verdad está autorizada por nuestra ley por la jurisprudencia de la Corte. El artículo 218 bis del Código Procesal Penal de la Nación, sancionado en noviembre de 2009, y los fallos Prieto de la Corte, de agosto de ese año, avalan la recolección del material, incluso ejerciendo cierto grado de coerción. Ni la ley ni la Corte autorizan, obviamente, una “enfermería judicial”, como bien dijo el juez Zaffaroni, pero aceptan la recolección respetuosa del material. No todos los jueces, con todo, dan la misma extensión al permiso. Zaffaroni y Lorenzetti, por ejemplo, creen que el ADN sólo debería ser utilizado para establecer la identidad con la familia biológica.
Existe un primer límite, entonces, impuesto por la dignidad del procedimiento y éste debe juzgarse por el modo en que efectivamente se realizó. Las pautas legales no son irrazonables y la clave es que hayan sido respetadas. La orden de la jueza publicada en la página web de la Corte se parece a cualquier otra orden válida del fuero penal y si pensamos que fue una autorización muy amplia tal vez no deberíamos cuestionar tanto la amplitud de esta orden, sino la rusticidad de la herramienta penal en general. La medida, en efecto, puede implicar unos instantes de desnudez frente a otras personas, por supuesto, sólo si están reunidas las demás condiciones de ley. Y si contamos expertos, testigos y partes, es posible que haya siete personas presentes. Esta situación está prevista por la ley y no fue prohibida por la Corte. Al igual que ocurre con otros procedimientos invasivos, la restricción a la intimidad es obvia y, si la ley no es inconstitucional, el modo en que se practicó define su validez.
Un segundo límite está referido al uso posible de las muestras así obtenidas. La ley autoriza su empleo penal, como prueba de cargo. Como vimos, no obstante, las opiniones de Lorenzetti y Zaffaroni exigen un uso mucho más restringido, a la luz del derecho de las víctimas a mantener su plan de vida. Es complejo fijar una regla general y debemos atender a las características de cada caso. Pero no podemos perder de vista, en este análisis, que la discusión legislativa fue posterior a los fallos Prieto y los tuvo seriamente en cuenta. El artículo 218 bis fue aprobado, luego de discusión, con amplia mayoría y todo indica que el criterio anticipado por los dos jueces no logró persuadir al Congreso.
Se afirma también, finalmente, que luego de varias décadas de inacción y en nombre del mismo Estado criminal no es posible forzar a las víctimas directas a rehacer sus vidas. Pero dudo de que éste sea el mejor argumento en defensa de la tesis de Lorenzetti y Zaffaroni. Tal continuidad, por un lado, es discutible y a poco que nos alejamos de la ficción jurídica, es obvio que nuestro Estado, desde 1983, no es aquel Estado. Por otro lado, y más importante, es que no queda claro por qué el paso del tiempo debería consolidar con más fuerza el derecho de unos por sobre otros. Hace más de treinta años que algunas familias buscan la verdad. Y el paso del tiempo, para la propia Corte, justificó, en cambió, la revisión de la impunidad y de los efectos operados a su abrigo.
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